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Pensá un número del 1 al 10.
El culo te abrocho.

Parece una conjetura arriesgada, pero un 10% de probabilidades es mucho. Mucho más que la quiniela. Muchísimo más que la fe, donde los factores de influencia se multiplican y el número estimado de participantes anda alrededor de los 6.000 millones. Ya sé que rezar y hacer el bien te suma puntos, pero igual es un tiro muy largo. Sobre todo comparado con otras circunstancias donde las variables son más acotadas.

Revolear una moneda por ejemplo. Ahí tenés 50 y 50, sin embargo se lo considera puro azar. Si lo pensás un poco, está mucho más cerca del método científico que decir oraciones y confesar pecados.

Pero ya sabemos que Dios, Alá, Buda, Mahoma y el Pastor Giménez obran de manera misteriosa y a veces las cosas pasan.

Y una casualidad vale más que mil razones.



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Cuando la cosa no va, no va. Y listo. Es al pedo rempujar, decía el gaucho.

El tema es que chuparse esa mandarina a esta altura es prácticamente imposible. Más en estos tiempos de corrección política y redes sociales que nos pretenden hacer creer que tenemos que estar de acuerdo en todo.

El arreglo tácito dice que somos todos buenos, solidarios, comprometidos y el que diga lo contrario es un inadaptado o algo peor. La discordancia es insoportable, parece que la única forma aceptada de interacción social es el consenso.

Podría ser un sistema viable si no fuera porque la tensión entre lo que pretendemos y lo que finalmente resulta sólo puede resolverse en violencia.

Hay que decir que tiene cierta lógica práctica: es más fácil odiar al otro que aceptar algo que no entendemos. La incertidumbre es más insoportable que la discordancia.

El problema, en realidad, es que no somos lo que queremos. Es lo que hay.



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La felicidad es una pistola caliente, cantaban los Beatles.

La imagen es maravillosamente precisa: un artefacto peligroso, imprevisible, emite un destello violento que cambia la percepción y suspende la realidad en un momento único y efímero. Hasta que la liberadora sensación de lo inevitable se desvanece dejando paso a las consecuencias. La felicidad sería ese breve lapso entre la detonación cegadora y el frío de lo concreto.

Todo muy lindo. Pero yo –que soy un poco más rústico- creo que la felicidad es básicamente idiota.

Para ser feliz hay que suspender los mecanismos de la razón, resignar cualquier tipo de análisis crítico, dejarse llevar por las circunstancias. Incluso bloquear la memoria. La felicidad es algo que sucede cuando se dan esas condiciones que describen precisamente a la idiotez.

Coincido con Lennon y McCartney en que dura poco.

La felicidad es un pedo en una canasta.