Madrugar no es mi fuerte, pero esa mañana estaba de buen
humor. La temperatura era agradable y el sol pegaba de costado en la ventana
que da a la calle, por eso la abrí.
Las persianas viejas son mañeras. La operación de
desplegarlas por completo suele llevar unos minutos y hacer una serie de ruidos
difíciles de ignorar, sin embargo la paqueta señora que estaba en la vereda a escasos centímetros
de mi ventana no se inmutó. Siguió de espaldas como si nada mirando al pequeño
perro hacer lo suyo. No pude ver su expresión en ese momento pero estoy seguro
que era de orgullo.
Mi reacción fue espontánea y sincera: “Señora, por favor no
haga cagar al perro acá”.
Su respuesta también: “¡Ay, que maleducado!”.
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